Toda película necesita una historia que la vertebre. Esta película la tiene. Una historia muy simple que, para contarla, hace muchas pausas en su camino que te distraen y desvían de ese supuesto sendero principal, en especial al presentarte numerosos personajes (con su contexto específico) cuya importancia es equivalente a su tiempo en pantalla, casi nulo.
Beetlejuice Beetlejuice es una fiesta. Nada importa, sólo estamos aquí por las risas y la nostalgia, por celebrar a Tim Burton y sus mundos de fantasía. Sin embargo, la fiesta parece estar hecha para unos pocos que disfrutan de esa musicalidad, de esa absurdez infantil a la vez que ingeniosa. Y cuando llegamos al tren de las almas, el que parecía el culmen de la fiesta, sólo lo disfrutamos unos pocos segundos. Un poco de oxígeno entre tantos caos (a pesar de que la escena forma parte de ese caos). Más tarde nos presentan una canción que cantan y bailan, recordándonos a la mítica escena de la primera película y siendo dicha canción la que se quede con nosotros hasta el final. Y llegan los créditos, que nos hacen recordar ese momento del tren que prometía mucho más. Y nos vamos con esa última canción, con esa música y esos bailes que nos hubiera gustado ver más y mejor.
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